Mis monografías II. Mi padre
Los humanos demostramos ser torpes constantemente, pero quizás la mejor muestra sea el hecho de no darnos cuenta de lo que queremos a alguien hasta que lo perdemos.
Qué paradoja, qué estupidez.
Hace más de 3 años y medio que le miré por última vez a los ojos. Me dio su alianza para que la guardara junto a mí, hasta que saliera del quirófano. El destino no quiso que nos reencontraramos para devolverle su preciado bien (del que jamás hasta ese día se había separado) y no pude devolvérsela.
Mi padre, Isidro, nació en Madrid, en una familia muy muy humilde. Eran 5 hermanos (2 chicas y 3 chicos). A día de hoy sólo viven las mujeres. Perdió muy joven a su padre, poco después a su hermano pequeño y más adelante a su hermano mayor.
Los genes no estuvieron nunca del lado de la parte masculina de la familia, y por eso a él le tuvo que llegar también lo que estaba marcado.
Trabajó desde los 11 años, primero como botones de un hotel, o algo así, luego como aprendiz en el negocio de la peletería, en el que se quedó y acabó prosperando. Mi padre tenía algo de artesano, era un gran trabajador, una persona honrada, enamorado de su empleo, demasiado entregado a unos jefes que al final no se comportaron como esos hermanos que decían ser.
Pero realmente sólo tuvo un gran amor, sólo uno a lo largo de su vida, por el que habría dado hasta su vida: mi madre.
No soy yo la que comenta este hecho (sería fácil que idealizara una relación), es algo que siempre todo el mundo me ha contado.
Estaba rendido a mi madre, no vivía para otra cosa que no fuera ella. Cada día cientos de piropos inundaban el ambiente, cada día miles de miradas embrujaban a quien pasaba cerca. La admiración de mi padre hacia ella nunca se fue, incluso el último día seguía viendo en sus ojos marrones aquel brillo tan especial.
Podría enumerar cientos y cientos de recuerdos sobre él, con él., Desde aquellos lejanos domingos de mi infancia en los que nos íbamos a visitar la Sierra de Madrid, hasta aquellos más cercanos en que silenciosos ambos nos sentábamos en el salón (él en su sillón) y veíamos cualquier partido de fútbol entre discusión y discusión.
Recuerdo su alegría con mis éxitos académicos, como por ejemplo el día en el que supo que me aceptaban en Periodismo (después de un verano entero pensando que me quedaba fuera por una maldita décima). Sus sueños estaban impregnados de ternura. Pensaba que yo triunfaría en el periodismo, confiaba en mí como nadie, creía que algún día escribiría un libro, que algún día le sonreiría desde lo más alto.
La nostalgia me alcanza cada día que voy al Bernabéu y me veo a mí, muchos años atrás, llegando de su mano a ese estadio, para ver al primer equipo, para ver a los equipos de la cantera (me acuerdo de lo que le gustaba José María, un gaditano que se llamaba como su hermano pequeño, delantero que acabó jugando algún partido en el equipo de su tierra, y que además, para más INRI, era hermano de la Niña Pastori).
Mi padre me enseñó a disfrutar de muchas cosas: del deporte, de la lluvia detrás de una ventana, de la música, de las tormentas, del sol, las montañas y el amor. De la comida, de los pequeños caprichos que a veces puedes permitirte, de todas aquellas pequeñas cosas que están a diario en nuestra vida.
Siempre supe que mi padre, pese a tener demasiado tiempo ocupado en trabajar, disfrutaba al máximo cuando llegaba a casa y veía que nosotros estábamos bien.
No hay nada que le hiciera más feliz (aparte de mi madre, como ya le he dicho) que ver que la relación entre mi hermano y yo era y es excepcional.
Era un hombre de familia, al estilo clásico, adorador de su madre (aunque esta nunca fuera una madre idílica), de sus hermanos, de sus sobrinos, de cualquiera que tuviera su sangre. Sus grandes amigos eran los del trabajo, no tenía tiempo para más.
Le recuerdo cada día, y es a cada instante cuando me doy cuenta que le echo de menos más que antes.
Sé que él murió sabiendo que le quería, pero que le hubiera gustado sentirlo más a menudo. No fui muy justa con él, y por eso necesito creer que existe otra vida, una en la que me encontraré con él y le pediré perdón por no haber sido como debería. Una en la que pueda ver que seguimos luchando, aunque nos cueste estar sin él. Que jamás le olvidaremos, que no hay día en el que no se asome una lágrima en nuestros ojos recordando su sonrisa, tan limpia, tan serena, tan amplia.
Tengo en mi habitación en Málaga una de mis fotos favoritas, aquella en la que mi padre, con su habitual sonrisa, feliz como muchas veces, en la antigua casa de Aluche, nos tiene sobre sus hombros a mi hermano y a mí (yo con apenas meses). La foto es genial, y así es como quiero recordarle siempre, sonriendo, sonriendo, sonriendo.
Porque yo sonrío cada día para demostrarle que hacía bien en confiar en mí, en creer que podría ser capaz de cualquier cosa.
Cuanto le extraño, cuanto le quiero, cuanto le necesito. No hay nada ni nadie que pueda llenar el hueco que deja un padre cuando se va
Qué paradoja, qué estupidez.
Hace más de 3 años y medio que le miré por última vez a los ojos. Me dio su alianza para que la guardara junto a mí, hasta que saliera del quirófano. El destino no quiso que nos reencontraramos para devolverle su preciado bien (del que jamás hasta ese día se había separado) y no pude devolvérsela.
Mi padre, Isidro, nació en Madrid, en una familia muy muy humilde. Eran 5 hermanos (2 chicas y 3 chicos). A día de hoy sólo viven las mujeres. Perdió muy joven a su padre, poco después a su hermano pequeño y más adelante a su hermano mayor.
Los genes no estuvieron nunca del lado de la parte masculina de la familia, y por eso a él le tuvo que llegar también lo que estaba marcado.
Trabajó desde los 11 años, primero como botones de un hotel, o algo así, luego como aprendiz en el negocio de la peletería, en el que se quedó y acabó prosperando. Mi padre tenía algo de artesano, era un gran trabajador, una persona honrada, enamorado de su empleo, demasiado entregado a unos jefes que al final no se comportaron como esos hermanos que decían ser.
Pero realmente sólo tuvo un gran amor, sólo uno a lo largo de su vida, por el que habría dado hasta su vida: mi madre.
No soy yo la que comenta este hecho (sería fácil que idealizara una relación), es algo que siempre todo el mundo me ha contado.
Estaba rendido a mi madre, no vivía para otra cosa que no fuera ella. Cada día cientos de piropos inundaban el ambiente, cada día miles de miradas embrujaban a quien pasaba cerca. La admiración de mi padre hacia ella nunca se fue, incluso el último día seguía viendo en sus ojos marrones aquel brillo tan especial.
Podría enumerar cientos y cientos de recuerdos sobre él, con él., Desde aquellos lejanos domingos de mi infancia en los que nos íbamos a visitar la Sierra de Madrid, hasta aquellos más cercanos en que silenciosos ambos nos sentábamos en el salón (él en su sillón) y veíamos cualquier partido de fútbol entre discusión y discusión.
Recuerdo su alegría con mis éxitos académicos, como por ejemplo el día en el que supo que me aceptaban en Periodismo (después de un verano entero pensando que me quedaba fuera por una maldita décima). Sus sueños estaban impregnados de ternura. Pensaba que yo triunfaría en el periodismo, confiaba en mí como nadie, creía que algún día escribiría un libro, que algún día le sonreiría desde lo más alto.
La nostalgia me alcanza cada día que voy al Bernabéu y me veo a mí, muchos años atrás, llegando de su mano a ese estadio, para ver al primer equipo, para ver a los equipos de la cantera (me acuerdo de lo que le gustaba José María, un gaditano que se llamaba como su hermano pequeño, delantero que acabó jugando algún partido en el equipo de su tierra, y que además, para más INRI, era hermano de la Niña Pastori).
Mi padre me enseñó a disfrutar de muchas cosas: del deporte, de la lluvia detrás de una ventana, de la música, de las tormentas, del sol, las montañas y el amor. De la comida, de los pequeños caprichos que a veces puedes permitirte, de todas aquellas pequeñas cosas que están a diario en nuestra vida.
Siempre supe que mi padre, pese a tener demasiado tiempo ocupado en trabajar, disfrutaba al máximo cuando llegaba a casa y veía que nosotros estábamos bien.
No hay nada que le hiciera más feliz (aparte de mi madre, como ya le he dicho) que ver que la relación entre mi hermano y yo era y es excepcional.
Era un hombre de familia, al estilo clásico, adorador de su madre (aunque esta nunca fuera una madre idílica), de sus hermanos, de sus sobrinos, de cualquiera que tuviera su sangre. Sus grandes amigos eran los del trabajo, no tenía tiempo para más.
Le recuerdo cada día, y es a cada instante cuando me doy cuenta que le echo de menos más que antes.
Sé que él murió sabiendo que le quería, pero que le hubiera gustado sentirlo más a menudo. No fui muy justa con él, y por eso necesito creer que existe otra vida, una en la que me encontraré con él y le pediré perdón por no haber sido como debería. Una en la que pueda ver que seguimos luchando, aunque nos cueste estar sin él. Que jamás le olvidaremos, que no hay día en el que no se asome una lágrima en nuestros ojos recordando su sonrisa, tan limpia, tan serena, tan amplia.
Tengo en mi habitación en Málaga una de mis fotos favoritas, aquella en la que mi padre, con su habitual sonrisa, feliz como muchas veces, en la antigua casa de Aluche, nos tiene sobre sus hombros a mi hermano y a mí (yo con apenas meses). La foto es genial, y así es como quiero recordarle siempre, sonriendo, sonriendo, sonriendo.
Porque yo sonrío cada día para demostrarle que hacía bien en confiar en mí, en creer que podría ser capaz de cualquier cosa.
Cuanto le extraño, cuanto le quiero, cuanto le necesito. No hay nada ni nadie que pueda llenar el hueco que deja un padre cuando se va
2 comentarios
Helena -
Eso si, no te vuelvo a leer en horas de trabajo...aquí llorando en la oficina...
Un beso.
Daniel -
Un día te dije que mi mayor deseo hubiese sido haberte conocido antes. Rectifico. No, no te enfades. Claro que me hubiese gustado tenerte cerca durante mis casi 21 años de existencia, pero pensándolo bien, lo mismo ahora seríamos sólo amigos, nos veríamos como hermanos o vete tú a saber.
Si algo deseo, deseé y seguiré deseando siempre es haber conocido a tu padre. En persona, quiero decir. Porque conocerle, le conozco. Por tus palabras, por tus miradas, por la humedad de tus ojos al recordarle, por la sonrisa involuntaria de felicidad que te causan sus recuerdos.
Me hubiese gustado conocerle. Y ganármelo, como a tu mami. Poco a poco tal vez. Lo mismo al par de meses hubiese olvidado mi pasado blaugrana. Y quién sabe, quizás acabaría viendo con buenos ojos mi utópica ideología. Y hasta habría hecho buenas migas con mi padre. Fijo.
Lo que estoy seguro es de que me hubiese encantado. Nos hubiésemos encantado más bien.
Porque yo también haría esfuerzos para que él me adorase un poquito al menos. Aunque no tenga sangre de los Ruiz Hernández, me siento un "ruizito" más.
Tú voz es mi camino a las sonrisas. Tus recuerdos son mi tunel que atraviesa el pasado y me hace mirar el futuro. Gracias por existir. Y suegrito...me debes una. Nos conoceremos... seguro.
:)