Nada
Hoy tampoco escribo yo, dejo que sean otros los que llenen este espacio en días en los que la inspiración o algo similar se ha ido de paseo. Me llama una amiga y me recomienda leer este artículo de opinión, escrito por el hijo de Carmen Laforet, la escritora que falleció la pasada semana, autora de "Nada", un libro que me marcó y que, en mi tremenda manía de tener una memoria selectiva, sin embargo no recuerdo. Lo he leído M.M., lo he leído y tenías razón, a la Lady esto le iba a gustar, jaja. Gracias.
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ALGO SOBRE MI MADRE por AGUSTÍN CEREZALES LAFORET. Escritor
Me piden, madre, que escriba algo sobre ti. Todavía no sé si debo hacerlo. Escribir ahora de ti es escribir sobre tu muerte, con el frío, todavía en los labios, del mármol fugitivo. No pensaba, no, escribir hoy de ti. Vagamente sentía el anhelo de, algún día, reunir en palabras lo que nos ha pasado. Esperaba poder esperar, dejar que el río de la tristeza fuera colmando el ancho vaso del vacío, hasta desbordarlo. Y sin embargo, aquí estoy, dispuesto a contar, a decir algo de lo que sé o creo saber de ti, a quien quiera oírlo. Has muerto, y tu muerte es la nieve. No duele. Es silencio. Es dulce y bella. Has muerto, y esa muerte tuya se me hace mía. Soy carne de tu carne. Muero contigo. Dejo yo también de ser, de estar aquí. Se desvanece el miedo, se apacigua el deseo. Tu mano ya no está en mi mano, el olor de tu piel ya no acaricia el aire, tus bromas tan sutiles ya no fruncen tu ceño tan severo, somos árbol y piedra escondidos en el bosque.
Queridos amigos: estaba hablando con mi madre, pero es a vosotros a quienes debo hablar. Ella se ha ido. Vosotros estáis aquí, algunos, y otros os fuisteis también. No voy a nombraros. Todos nos conocemos. Y si no nos conocemos aún, nos conoceremos algún día. Todos somos hijos de una madre, de un padre, los conozcamos o no. Mi madre tenía un nombre, Carmen, y una firma, Carmen Laforet, y un apellido más, Díaz, de origen toledano... Hablar de mi madre es hablar de la vuestra. No hay en la tierra cosa tan dulce, tan real, así sea imaginada. Pienso en los huérfanos niños, en la soledad de tantos como no han podido besar a su madre, estrecharla, reír y hasta reñir con ella. Sí, es en los huérfanos incesantes del mundo en quien pienso, ahora, desde mi recién estrenada orfandad. Llamo a vuestra puerta, pido vuestro abrazo, seáis quienes seáis. Y si queréis, dejad que mi madre sea también la vuestra. No la quiero para mí solo. No es sólo mía, mi madre, ni sólo de mis hermanos de cuna. Es cierto que ha muerto, que nos ha dicho adiós en la más estricta intimidad, como rezan las crónicas. Pero esto no es sino una forma de pertenecer a todos, de morir como todos -pienso- quisiéramos hacerlo.
Nuestra madre era escritora. Dejó de escribir hace años. Luego, paulatinamente, dejó también de hablar. De ningún modo, sin embargo, dejó por ello de ser escritora, de ser quien era, ni siquiera de decir. Al contrario: cuanto menos hablaba, más decía. Quizá deba pedir disculpas aquí. Parece que el silencio de Carmen Laforet tiene vocación de mito, de piedra miliar en torno a la cual especular distancias. Se ha hablado de Alzheimer, de demencia senil, de autismo. Estos términos médicos puede que no sean improcedentes, pero son sin duda insuficientes. No son improcedentes porque, cuando no hay términos propios, cualquiera sirve para salir del paso. Pero son insuficientes porque de ninguna manera rinden cuenta cabal de la situación que hemos vivido sus deudos -hijos, amigos, ángeles cuidadores- en estos años. Es mi deber tratar de expresar con palabras la realidad, por mucho que la realidad no admita fáciles parangones. De ahí el deseo de pedir disculpas, por no haber sabido satisfacer la curiosidad, el legítimo y afectuoso interés de tantos como han acudido a nosotros. Aunque siempre es mejor callar, pienso, que hablar en vano. En cualquier caso, la realidad es ésta: nadie ha visto en Carmen Laforet, en estos cinco, diez, quince años de su largo adiós, un solo gesto desacompasado, una sola respuesta incoherente, una fealdad, mezquindad, inconsecuencia cualquiera. Menos aún en estos días últimos, durante los cuales estar a su lado era estar muy cerca del paraíso. Dolores, llagas, extenuación; ni un solo ay, ni una sola queja. Pocos gestos, sí, pero todos plenamente suyos. A quienes han estado más cerca de ella no les ha cabido duda, en ningún momento, fueran cuales fueran sus facultades en ejercicio, de que era perfectamente consciente, de que percibía con total lucidez y tranquila simpatía, desde su establecida distancia, cuanto la rodeaba.
Sé muy bien que esto que digo parecerá inverosímil a más de uno. No importa. Yo abro un libro de mi madre, leo una frase cualquiera, y al instante me maravillo y emociono. Y como yo, otros muchos. Hay en su prosa algo intrínseco, limpio y poderoso, que no se desmiente nunca, que informa toda su obra, desde su primera novela hasta su último artículo, pasando por todos sus cuentos -a mí, sus cuentos, es de lo que más me gusta- y también por sus cartas, su escritura personal. En esto vida y obra, por mucho que hayan luchado, se funden en una sola continuidad, una misma y constante elegancia, pureza y poesía. Cuando los hermanos nos reunimos para decidir qué hacíamos con sus papeles inéditos, hoy póstumos, comprendimos que algún día habría que publicarlos, que ni eran sólo nuestros ni debían ser destruidos. Obtuvimos su aprobación, y decidimos no esperar más, entre otras razones porque queríamos que ella también disfrutara, en la medida de lo posible, de esa alegría. De ahí el anuncio, que ha venido a coincidir casi con su adiós, de la próxima aparición de «Al volver la esquina». En esa novela, por cierto, aparece la Sole, un personaje que con otro nombre y circunstancia está también en algún cuento, y que acaso sea el más entrañable de los suyos. La Sole es la niña huérfana. No es mi madre, ni su trasunto, aunque mamá también fue huérfana desde la niñez, pero sí es el vaso, el relicario donde puso toda la ternura, el amor y la solidaridad que le inspiraban, que le inspirábamos los desamparados.
Sí, a alguno le parecerá inverosímil que toda una vida, a despecho de las apariencias, obedezca a un solo anhelo: que toda una obra, dígase completa o incompleta, vuele a una misma altura. Menos mal: si nadie dudara, seríamos todos sospechosos. Pero yo no dudo: esta madre que se nos ha ido, esta señora tan respetuosa y tan bromista, tan desprendida y tan inexpugnable, tan encendida, serena, inalcanzablemente suya, fue dueña de sí desde el principio hasta el final. Por eso mismo quisiera dárosla, como si no fuera vuestra de antemano, como si no te hubieras dado toda tú ya, madre, como se da el sol, el esplendor radiante de los campos vírgenes y también el de las habitaciones humanas, con sus estropicios y desconchados, con su cúmulo de miserias incluso, que nunca será bastante para apagar el ascua encendida. Sé que es una idea un poco extravagante, ésta de dar una madre a los huérfanos. Quizá te haga sonreír. Pero tú misma enseñas, invitas a dar, y ahora mismo eres todo lo que tengo, y quiero darlo, para que nuestros amigos sepan también que morir no es siempre sólo eso, que morir, a veces, es haber vivido.
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ALGO SOBRE MI MADRE por AGUSTÍN CEREZALES LAFORET. Escritor
Me piden, madre, que escriba algo sobre ti. Todavía no sé si debo hacerlo. Escribir ahora de ti es escribir sobre tu muerte, con el frío, todavía en los labios, del mármol fugitivo. No pensaba, no, escribir hoy de ti. Vagamente sentía el anhelo de, algún día, reunir en palabras lo que nos ha pasado. Esperaba poder esperar, dejar que el río de la tristeza fuera colmando el ancho vaso del vacío, hasta desbordarlo. Y sin embargo, aquí estoy, dispuesto a contar, a decir algo de lo que sé o creo saber de ti, a quien quiera oírlo. Has muerto, y tu muerte es la nieve. No duele. Es silencio. Es dulce y bella. Has muerto, y esa muerte tuya se me hace mía. Soy carne de tu carne. Muero contigo. Dejo yo también de ser, de estar aquí. Se desvanece el miedo, se apacigua el deseo. Tu mano ya no está en mi mano, el olor de tu piel ya no acaricia el aire, tus bromas tan sutiles ya no fruncen tu ceño tan severo, somos árbol y piedra escondidos en el bosque.
Queridos amigos: estaba hablando con mi madre, pero es a vosotros a quienes debo hablar. Ella se ha ido. Vosotros estáis aquí, algunos, y otros os fuisteis también. No voy a nombraros. Todos nos conocemos. Y si no nos conocemos aún, nos conoceremos algún día. Todos somos hijos de una madre, de un padre, los conozcamos o no. Mi madre tenía un nombre, Carmen, y una firma, Carmen Laforet, y un apellido más, Díaz, de origen toledano... Hablar de mi madre es hablar de la vuestra. No hay en la tierra cosa tan dulce, tan real, así sea imaginada. Pienso en los huérfanos niños, en la soledad de tantos como no han podido besar a su madre, estrecharla, reír y hasta reñir con ella. Sí, es en los huérfanos incesantes del mundo en quien pienso, ahora, desde mi recién estrenada orfandad. Llamo a vuestra puerta, pido vuestro abrazo, seáis quienes seáis. Y si queréis, dejad que mi madre sea también la vuestra. No la quiero para mí solo. No es sólo mía, mi madre, ni sólo de mis hermanos de cuna. Es cierto que ha muerto, que nos ha dicho adiós en la más estricta intimidad, como rezan las crónicas. Pero esto no es sino una forma de pertenecer a todos, de morir como todos -pienso- quisiéramos hacerlo.
Nuestra madre era escritora. Dejó de escribir hace años. Luego, paulatinamente, dejó también de hablar. De ningún modo, sin embargo, dejó por ello de ser escritora, de ser quien era, ni siquiera de decir. Al contrario: cuanto menos hablaba, más decía. Quizá deba pedir disculpas aquí. Parece que el silencio de Carmen Laforet tiene vocación de mito, de piedra miliar en torno a la cual especular distancias. Se ha hablado de Alzheimer, de demencia senil, de autismo. Estos términos médicos puede que no sean improcedentes, pero son sin duda insuficientes. No son improcedentes porque, cuando no hay términos propios, cualquiera sirve para salir del paso. Pero son insuficientes porque de ninguna manera rinden cuenta cabal de la situación que hemos vivido sus deudos -hijos, amigos, ángeles cuidadores- en estos años. Es mi deber tratar de expresar con palabras la realidad, por mucho que la realidad no admita fáciles parangones. De ahí el deseo de pedir disculpas, por no haber sabido satisfacer la curiosidad, el legítimo y afectuoso interés de tantos como han acudido a nosotros. Aunque siempre es mejor callar, pienso, que hablar en vano. En cualquier caso, la realidad es ésta: nadie ha visto en Carmen Laforet, en estos cinco, diez, quince años de su largo adiós, un solo gesto desacompasado, una sola respuesta incoherente, una fealdad, mezquindad, inconsecuencia cualquiera. Menos aún en estos días últimos, durante los cuales estar a su lado era estar muy cerca del paraíso. Dolores, llagas, extenuación; ni un solo ay, ni una sola queja. Pocos gestos, sí, pero todos plenamente suyos. A quienes han estado más cerca de ella no les ha cabido duda, en ningún momento, fueran cuales fueran sus facultades en ejercicio, de que era perfectamente consciente, de que percibía con total lucidez y tranquila simpatía, desde su establecida distancia, cuanto la rodeaba.
Sé muy bien que esto que digo parecerá inverosímil a más de uno. No importa. Yo abro un libro de mi madre, leo una frase cualquiera, y al instante me maravillo y emociono. Y como yo, otros muchos. Hay en su prosa algo intrínseco, limpio y poderoso, que no se desmiente nunca, que informa toda su obra, desde su primera novela hasta su último artículo, pasando por todos sus cuentos -a mí, sus cuentos, es de lo que más me gusta- y también por sus cartas, su escritura personal. En esto vida y obra, por mucho que hayan luchado, se funden en una sola continuidad, una misma y constante elegancia, pureza y poesía. Cuando los hermanos nos reunimos para decidir qué hacíamos con sus papeles inéditos, hoy póstumos, comprendimos que algún día habría que publicarlos, que ni eran sólo nuestros ni debían ser destruidos. Obtuvimos su aprobación, y decidimos no esperar más, entre otras razones porque queríamos que ella también disfrutara, en la medida de lo posible, de esa alegría. De ahí el anuncio, que ha venido a coincidir casi con su adiós, de la próxima aparición de «Al volver la esquina». En esa novela, por cierto, aparece la Sole, un personaje que con otro nombre y circunstancia está también en algún cuento, y que acaso sea el más entrañable de los suyos. La Sole es la niña huérfana. No es mi madre, ni su trasunto, aunque mamá también fue huérfana desde la niñez, pero sí es el vaso, el relicario donde puso toda la ternura, el amor y la solidaridad que le inspiraban, que le inspirábamos los desamparados.
Sí, a alguno le parecerá inverosímil que toda una vida, a despecho de las apariencias, obedezca a un solo anhelo: que toda una obra, dígase completa o incompleta, vuele a una misma altura. Menos mal: si nadie dudara, seríamos todos sospechosos. Pero yo no dudo: esta madre que se nos ha ido, esta señora tan respetuosa y tan bromista, tan desprendida y tan inexpugnable, tan encendida, serena, inalcanzablemente suya, fue dueña de sí desde el principio hasta el final. Por eso mismo quisiera dárosla, como si no fuera vuestra de antemano, como si no te hubieras dado toda tú ya, madre, como se da el sol, el esplendor radiante de los campos vírgenes y también el de las habitaciones humanas, con sus estropicios y desconchados, con su cúmulo de miserias incluso, que nunca será bastante para apagar el ascua encendida. Sé que es una idea un poco extravagante, ésta de dar una madre a los huérfanos. Quizá te haga sonreír. Pero tú misma enseñas, invitas a dar, y ahora mismo eres todo lo que tengo, y quiero darlo, para que nuestros amigos sepan también que morir no es siempre sólo eso, que morir, a veces, es haber vivido.
4 comentarios
Ana Maria Moises Trujillo -
Siempre me emociono su escritura,de los cuentos mi preferido es "AL Colegio",en estos dias lo he releido varias veces y siempre con la misma emocion Hoy queriendo saber mas de su vida lei su articulo ,
Gracias, sus palabras la acercan aun mas a mi corazon de Narradora de Historias,
desde Argentina mi mas cariñoso recuerdo para ella y todos los que sin conocerla la quisimos
JOSE MARIA -
manolo caveca bolo -
Valentina -