Mis Monografías III. Mi yaya
Qué felicidad me embarga, al lado de mi estufa nueva.
Y no porque sea nueva, sino por ese calor que emana y adormece.
Calor artificial que en nada se parece al que sentía cuando de pequeña me acercaba sigilosa a las estufas que mi yaya tenía en su casa. Esas donde veías el fuego, y como si de una chimenea se tratara, me hacían perder la noción del tiempo mirando sus llamas constantes.
Aquel fuego era distinto, era más peligroso, más natural y venía acompañado de la protección de la más grande entre las grandes: mi yaya Elisa. Sí, porque para mí no es mi abuela. Abuela era la otra, Manuela; esta en cambio era mi yaya, más cercana, más tierna, más sincera, más increíble que ninguna.
Pero se fue demasiado pronto para que yo comprendiera lo necesaria que era.
Como siempre un Mundial de Fútbol fue el acontecimiento lúdico que acompañó a lo trágico. Su adiós no fue nada repentino, pero mi cobardía me impidió siquiera despedirme. No la ví en los últimos tiempos. Ni siquiera en estos años he podido recordar cuando fue la última vez que estuve con ella. Quizás fue en Denia, quizás en Madrid, no lo sé.
Pasa el tiempo, pasan los años, y voy viendo la cantidad de cosas que aprendí de esa pequeña pero fuerte mujer. Veo en mi madre todo lo que fue mi yaya, y lo que serán mis primas, sobre todo L. y P. que tanto la adoraron y la recuerdan.
Hace ya más de 8 años del adiós, y su sonrisa siempre me viene a la mente. Sus enseñanzas están conmigo, y mi lucha ha de ser que permanezca en nuestro recuerdo, el de mi familia, toda la vida.
Como madre, como mujer sufrida más que ninguna, como abuela, y como mi yaya.
2 comentarios
M -
Helena -
Un beso.